Desde tiempos inmemoriales, el tabaco se ha utilizado como remedio espiritual, disfrute social o como acto de reflexión y de pausa, según el contexto histórico en el que nos hallemos.

Sin ir más lejos, los indígenas de América han consumido tabaco durante siglos, que lo utilizaban con fines rituales y/o medicinales. Los aztecas empleaban calor y tabaco molido para curar las mordeduras de serpiente. Los mayas hacían uso de sus hojas para sanar heridas. Los nativos que poblaban los Estados Unidos hacían servir “la pipa de la paz”, cuya práctica era una forma de comunión grupal para dejar de lado las desavenencias.

En Europa se popularizó a raíz de Jean Nicot, médico francés del siglo XVI, que empleó la hoja del tabaco para aliviar las migrañas que padecía Catalina de Médicis, esposa del rey Enrique II. Por aquel entonces, al tabaco se le conocía como “hierba santa o hierba para todos los males”, término acuñado en el libro Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, publicado en Sevilla en 1580 y en el cual el físico botánico Nicolás Monardes recomienda el tabaco como cura para 36 enfermedades.

Otro documento que da fe de sus bondades es la Disertación sobre la naturaleza y efectos del tabaco de Hipólito Unanue, publicado en Perú en 1792, donde afirma que «los unos consideran al tabaco como el remedio universal y la yerba más privilegiada de cuantas abriga la naturaleza en su fecundo seno”, haciéndose eco de la veneración que la planta gozaba entre los nativos americanos.

Los lapones de Suecia aplicaban ceniza de tabaco para curar la calvicie y recuperar el pelo perdido. No hace muchos años, en Holanda se usaban hojas de tabaco contra el dolor de muelas.

Si avanzamos hasta el siglo XXI, podríamos decir que las cualidades de los puros han evolucionado a la par que la sociedad. El ritual del encendido y degustación es un oasis que nos aísla de las prisas y contratiempos. Siempre está presente en las grandes ocasiones y es un compañero fiel en los momentos de relajación y placer.